La taberna restaurante El Alambique se encuentra situada en el barrio de las letras, en la Calle del Fúcar Nº 7. Si entramos en este curioso local podremos ver sus dos estancias, en la primera está la barra a la izquierda y un par de mesas, detrás tenemos un pequeño salón comedor.
Las mesas son bajas y las sillas son de mimbre. En sus estantes y paredes podemos encontrar cualquier cosa. Las famosas latas de colacao de los años 60 coetáneas del anuncio del negrito del África tropical, magnetófonos antiguos, carteles de flamenco de los años 80, fotos, o incluso una maleta de madera de los años 50, de esas que pesaba más el continente que el contenido.

En cuanto a la comida podemos tomar raciones de salmorejo, guacamole, musaka, huevos rotos o pollo al curry, disponen de menú del día, tanto entre diario, por 10 Euros como en fin de semana por 13,5 Euros, también de canapés y ruedas de ahumados.
También tienen vermú de grifo. Es un sitio agradable para tapear, tomarse unas cañas, comer o cenar por un precio moderado en un sitio curioso y con buen trato.
La Taberna El Alambique tiene su propia página web. De ella extraemos su presentación:
El Alambique es un bistró que consta de tres partes. A saber: la taberna, el tabernero y los parroquianos que fielmente acuden a beber. La taberna está en la calle de Fúcar que parece que fue un banquero alemán, aunque tiene nombre de conspirador de novela de Baroja. Se llega –si vienes por la orilla de Atocha– serpenteando entre las calles de la Verónica, Almadén y San Pedro aunque también te puedes topar con el antro si apareces dando tumbos por el lado de Huertas, por Moratín abajo.
Son calles llenas de encanto y poesía, que diría un escritor de guía turística barata. Son calles donde agonizan los comercios artesanales para dejar paso a las flamantes galerías de arte y academias de flamenco. Es el signo de los tiempos, tan poco barojianos.
El Alambique tiene las paredes de color cobre, tirando al cobre ruina, y un suelo de pizarra negra que está hecho polvo y da mucho frío. De sus paredes cuelgan algunas fotos preciosas. En unas aparece Camarón; en otras, no.
De Pepe Lamarca hay dos muy buenas; en la primera, Camarón y Paco de Lucía están cogidos en el instante, riéndose, con gran naturalidad; en la otra, Camarón también se ríe, sentado en el campo, junto a Enrique Morente y Ramón de Algeciras, viendo pasar las nubes.
En un rincón hay otro hermoso retrato de Camarón obra de Alberto García-Alix, pertenece a la célebre serie que el fotógrafo de los tatuajes le hizo al cantaor hacia 1991, pero es de las menos conocidas.
Hay más fotos singulares por las paredes del bar: el conocido retrato que César Lucas le hizo al Ché en el Arco de La Moncloa en una copia autógrafa del autor, que suele visitar el bar
El guardia de asalto al que Centelles fotografió el 18 de Julio del 36, en Barcelona; el retrato que Germán les hizo a los Beatles en Almería, finales de los 60, publicado en Interviú; entre una variada selección de joyitas. Pero además están los cachivaches que Juan, el tabernero, medio colecciona: latas de pimentón del año de la Tana, cascos de sifones, matamoscas de los de flis-flis con depósito para el veneno y todo, hasta un alambique muy cuco. Por no hablar de un organillo diminuto que toca La Internacional o una foto antediluviana del Atlético de Madrid, donde se alineaban Quique Ramos, Llaverito Julio Prieto, Landáburu, Roberto Simón Marina, Hugo Sánchez o Rubio. Otra joya, sí señor.
El menú de El Alambique es bueno. Los platos son abundantes y el vino tinto manchego, color sangre de buey, entra bien. Es buen sitio para comer, pero aún mejor para cenar tomándose unas cañas en la barra. Hay que probar el salmorejo, el pica-pollo, el solomillo al strogonoff (¡la estrella de la temporada!) o una musaka. Si se tiene menos hambre se puede optar por un canapé de bakalao o un montado de chorizo de ciervo. También merece probarse el pollo al curry y la loca verbena de canapés que te dejará listo para tomarte otra caña, incluso unas cuantas rondas más.
Del tabernero, mejor que hable Savater. Dice así: “He dicho antes bebedor solitario, y eso es algo que debe ser matizado, pues nadie bebe realmente solo en la taberna: en efecto, es el reino de la mediación y por tanto del reconocimiento que humaniza y satisface a la autoconciencia. El mediador es, naturalmente, el tabernero: no hay oficio que requiera mayor sutileza, una distancia mejor calculada para asegurar la compañía acogedora sin atentar contra la pudorosa intimidad, una disponibilidad atenta y digna que sepa hacerse poco a poco cálida hasta la ternura cuando la ocasión lo merezca… Encontrar un buen tabernero es tan difícil como encontrar un buen amigo; aún más raro y precioso, si me apuráis, porque el amigo exige de nosotros proezas afectivas que la discreción del buen tabernero obvia. Es el tabernero el encargado de que nadie esté totalmente solo en su casa y también de que nadie se sienta vigilado: ¡ojalá Dios nos tratase con igual delicadeza!”
Pues eso.
Y a los parroquianos, ya los conoceréis vosotros mismos…
